lunes, 31 de octubre de 2011

Perdido en Surco - Parte 2

Había decidido entonces salir a observar todo lo que ocurre en una tarde surcana. No pensé que este viaje resultaría una expedición asombrosa.

Esperé que venga un bus en la cuadra veinticinco de la avenida Caminos del Inca. Una enorme carcocha verde arribó, la popular 70; la tomé. Había sido preciso que subiera en este vehículo, ya que, debido a su lentitud, me dejaría apreciar todo lo que desease. Llegué al Parque de la Amistad. Lo primero que reflexioné fue que tal vez debió llamarse “Parque del Enamoramiento” o “del Chape Desenfrenado”, puesto que vi a muchas parejas regalándose fluidos salivales y despotricándose sobre los muros frente a niños que sí querían vivir lo que es la amistad. El auto avanzó. El cobrador me pidió pasaje. Le di un nuevo sol. “¿A dónde?”, replicó. “No sé”, respondí con sinceridad. Este tomó mis palabras como una burla. “¿Cómo que no sabes?”, me dijo. “En serio, no sé, solo quiero pasear y ver a través de las ventanas”, contesté. “Mmm, entonces es un sol cincuenta”. Me pareció curiosa esa contestación. Pensé que él había considerado un mayor precio por tratarse, en este caso, de un “tour” y no por un pasaje a un destino determinado. Pero, a decir verdad, no sé por qué me cobró más. Añadí lo que faltaba y me dio el boleto correspondiente.

Continuaba por la avenida Caminos del Inca. Observaba cada uno de los edificios apáticos que albergan a los habitantes de esta zona. Noté también que esta avenida se había llenado de locales comerciales: spa, spa y spa. Sí, también divisé chicharronerías, pollerías y hamburgueserías (lo antagónico a los spa). “¡Hay para todos los gustos!”, me dije. Luego, resultó sugerente volver a ver el inmenso local del Centro Comercial Chacarilla. Llamativo porque fue la primera vez que realicé un paralelo de su ubicación con la gente que lo visitaba. Está situado en la avenida Caminos del Inca, es decir, en recuerdo de los trechos por donde caminaban nuestros antepasados, ellos quienes destacaron por su excelsitud y nobleza; pero ahora los que son de aquella etnia están limpiando o cuidando los autos de quienes iban a comprar allí (y estos últimos exactamente no se sienten orgullosos de sus ancestros). El bus siguió su curso.

Había pasado bastante tiempo y el sol era pertinente para hacerme recordar el lugar por donde me encontraba. La avenida Primavera me daba ánimo de seguir con mi indagación. Asimismo, la reconstrucción de la misma me llevó a pensar que mi distrito volvería a ser el mejor de todos como antes lo fue. De lejos divisé el INEN. Nunca lo había observado de cerca. Otro pasajero pidió que el bus se detenga en el conocido paradero: “Baja, NEOPLÁSTICAS”, vociferó. Me limité a sonreír. Crucé la pista. Allí, a través de las rejas, veía a muchos enfermos, la mayoría en silla de ruedas, vistiendo batas y chullos. A un lado, una familia preocupada porque probablemente no tenía cómo pagar las costosas medicinas, por otro, una madre pobre deseando haber tenido más contactos con galenos para tener una atención más privilegiada; al fondo, un hijo pudiente maldiciendo el día que se hizo un tatuaje por el cual ahora no puede donar sangre para ayudar a su madre; a unos metros una niña en camilla que no sabe por qué será trasladada a un lugar con adjetivos “intensivos”; el “brother” lamentando la droga consumida en los últimos días, pues ya no podrá donar plaquetas a la hermana que se muere. Seguí caminando mientras reflexionaba las frustraciones que posiblemente podrían tocarme.

Vislumbré que el sol empezaba a ocultarse y decidí subir a una combi, la cual, en mi alucinación, se convirtió en un MIG-29. Me hallaba, pues, en la avenida De la Aviación y mi vehículo osaba romper la barrera del sonido. Fui rápidamente y mi retina grababa todo lo que podía: hueco, bache, crucero mal pintado, vereda rota, pista sin terminar de asfaltar, letreros borrosos, etcétera.

Al arribar al óvalo Los Cabitos (óvalo Higuereta) divisé un gran elefante blanco. Sí, había costado miles de sueldos peruanos, más una disminución de pobreza nacional, además de varios kilos de víveres y cuantiosas viviendas para hermanos damnificados. Era el tren eléctrico. Había una vez un presidente tan, pero tan arrogante que quiso construir un tren a mediados de los años ochenta para ser recordado como el precursor del transporte moderno peruano; sin embargo, lo dejó sin terminar porque no pudo pagar el costo total, ya que su gobierno fue el más desastroso de todos los tiempos y perdió gran parte del erario nacional. Después de veinticinco años, anheló culminar su obra, mas no consiguió hacerlo. Como tenía un ego colosal, decidió inaugurar aquella construcción inconclusa utilizando su demagogia y arribismo para que la plebe dijera: “Sí, él es un grande; es quien mejoró el transporte del Perú”. Como el vulgo es un puñado de arena en la mano de un gobernante, quedó esparcido por el aire, pero el presidente quedó impreso en los libros de historia que los niños leerán… por desgracia.

El MIG-29 viajaba raudamente. Pasé por varios colegios particulares en el que muchos alumnos nacionales no estudiarían. La velocidad era impresionante. Muchos de los tripulantes estaban con náuseas y alteraciones psicológicas. Sería curioso que la avenida con el nombre del ilustre diplomático Alfredo Benavides Diez Canseco fuera vomitada en gran parte de sus cincuenta y cinco cuadras. Resultaría irónico que los aviadores no mantuvieran un ritmo atlético para soportar el periplo en la avenida del fundador del Comité Olímpico Peruano. Volaba rápidamente y veía abajo cómo los independentistas luchaban contra el ejército realista en la Batalla de Ayacucho. Observaba cómo los retablos ayacuchanos eran derruidos por los españoles, mas sabía que los aliados independentistas, de la mano de Antonio José de Sucre, finalizarían el virreinato en el Perú.

Dejé atrás la avenida Ayacucho y llegué a un lugar donde otras aeronaves también surcaban los aires. Ante tanto tráfico aéreo y, por el temor de culminar en una desgracia, decidí descender del avión y, para ello, grité con todas mis fuerzas: “¡Baja, Velasco!”. Como me hallaba relativamente cerca de mi casa, me dispuse a caminar. Por los cielos vi que el gran Alejandro Velasco Astete volaba con destreza. Seguramente se dirigía a Cusco, al aeropuerto que lleva su nombre o tal vez a Puno donde, por unos entrometidos espectadores, encontraría su muerte.

Ya estaba muy cerca de mi casa. El abogado, co-fundador del Partido Aprista Peruano, así como del Partido Popular Cristiano, y ex ministro de justicia, Ismael Biélich Flores, me esperaba en una de las esquinas de su avenida. Caminé junto a él mientras se lamentaba por qué el partido de la estrella no es ahora lo que fue antes. Él recordaba con añoranza a Víctor Raúl Haya de la Torre y sus magistrales ideas, incluso me pareció ver algunas lágrimas en sus mejillas mientras narraba acerca del eximio trujillano. Me acompañó hasta llegar a mi calle. Se despidió de mí y lo vi marcharse cabizbajo: un olvidado más del Perú.

Fue una espectacular travesía, llena de realidades y fantasías. La conclusión que obtuve fue que todo mantenía su curso, a pesar de que yo no veía lo que sucedía y, posiblemente, todo seguiría igual, si nadie despierta la fuerza de voluntad que está agazapada dentro de cada ser.

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