Había relatado que el mal que padecía me era oculto; no obstante, junio, tres años después, me ha otorgado, no sé si para bien, la luz del conocimiento.
Edgar, un amigo muy estimado y quien actualmente se encuentra en los últimos ciclos de Medicina, me comentaba, en una conversación por Facebook acerca de los flagelos en el ser humano, que lo más probable es que se especializaría en
Neurología. Durante ese coloquio, le propuse una especie de acertijo: “¿Qué te parece, como quien va practicando para el estudio futuro, si te menciono los síntomas que arrastro desde hace tiempo y me indicas tu diagnóstico?” Él aceptó.
Al otro lado de la pantalla, “el doctor”, como suelo decirle, leía términos que seguramente le eran familiares debido a sus prácticas en diversos nosocomios: dolor de cabeza, mareos, calenturas. Pero, cuando le indiqué lo siguiente, me pareció percibir que lo intrigué sobremanera: “Esta tortura aparece en periodos que yo conozco, es decir, sé cuándo llega, ¡con fecha predeterminada! Me aqueja en el mismo lado, en el izquierdo, muy cerca de la sien, de forma muy intensa como si me hicieran una
trepanación craneana sin haberme dado chicha antes de la cirugía y sin intención de cubrirme con placas de plata. No me deja trabajar, la pantalla de la computadora me trastorna y el sector afectado es un hervidero. ¿Qué tengo, doctor?” Pasaron pocos segundos y lo primero que mencionó fue una frase que me hizo recordar al elocuente boticario del texto anterior: “Es grave”. Me quedé en silencio, defraudado, con una nube negra sobre mi cabeza. Sin embargo, al transcurrir unos minutos, continuó: “Estoy casi seguro de saber qué es lo que te afecta…” Cuando escribió esas palabras, un éxtasis inconmensurable embargó todo mi ser: ¡después de tres años sabría por fin cuál era mi padecimiento! Me hallaba tan emocionado, expectante, como el esposo que se encuentra en la sala de espera, caminando, sudando, sufriendo por su amada mujer quien está a punto de dar a luz y de pronto aparece el ginecólogo por la puerta, sonriente, sosegado, y el marido se acerca a preguntarle ansiosamente: “¿Qué fue?”, y este responde: “Varón”; como el hincha de fútbol que vio al árbitro cobrar un penal a favor de su equipo, en el último minuto, empatando 2 a 2, y el delantero fusila al portero y ese monosílabo glorioso surge de lo más hondo de las entrañas para gritarlo en la cara del desgraciado de su amigo, hincha del equipo contrario, quien le dijo para ir al estadio, yo te pongo las entradas, vaum’ para mirar a tu equipucho perder, pa’ que llores con esos limitados, para ver a ese plomazo de defensor, para ver a tu mediocampista cojo, para ver a tu delantero con dos zurdas, para ver a tu arquero que no vuela ni con un troncho, ¡para ver por qué diablos no vine con alguien del mismo equipo! Me encontraba con superlativa atención ante lo que fuera a escribir el doctor, hasta que completó el trascendental enunciado: “Estoy casi seguro de saber qué es lo que te afecta…, pero en este momento no recuerdo el nombre”. Sí, por unos segundos fui Condorito. Me sentía un poco apenado, pero no culpé a Edgar: aún no se especializaba en Neurología y no era su labor conocer la panacea de todas las enfermedades del mundo. En fin. Después de platicar un momento, nos despedimos. Él, como quien da un premio consuelo, concluyó: “Trataré de buscar qué es lo que tienes”. Le agradecí y cerramos la ventana de conversación.
Pasaron unos días y para no recordar aquel frustrante acontecimiento, me concentré en mi trabajo y en los diversos cursos a los que he ingresado. Una noche, al llegar a casa, entré al Facebook. Después de revisar las notificaciones, activé el chat y al instante la ventana de alguien conocido apareció. “Sólo me faltan algunos datos para saberlo: ¿Te duele el mismo ojo en todas las ocasiones?” “Sí”, respondí. “¿Lagrimeas?” “A veces”. “Por último, el dolor, en el lado de la cabeza, ¿es pulsátil o constante?” “Lo último”. “Ya sé lo que es. Tú tienes…”, y tuve la mirada pegada en el monitor y se produjo un espasmo en mi cerebro al leer aquel inolvidable nombre: “Cefalea en racimos”.
El desconcierto se hizo piel y huesos en mi rostro. Inmediatamente me sumergí en la Internet para investigar sobre mi execrable inquilina.
No, no se preocupen por ahora en buscarlo en Google. He aquí un párrafo acerca de lo que tengo:
La cefalea en racimos es un tipo de dolor de cabeza que es considerado como uno de los más intensos que puede sufrir el ser humano en su estado consciente. Aparentemente afecta a un 0,1 % de la población mundial, y proporcionalmente más a los hombres. El ataque de la CR es unilateral (sucede en un único lado de la cabeza). La dolencia suele iniciarse alrededor del sector ocular. Los sufridores lo describen "como un clavo o un cuchillo que apuñala o que perfora" o como si alguien "le intentara arrancar el ojo”. Puede ir acompañado de otros síntomas como el párpado caído, el globo ocular enrojecido, la pupila dilatada, congestión nasal, lagrimeo y/o moqueo en la zona del ataque. El dolor puede irradiarse desde el ojo hacia la frente, el oído, la nuca, la mejilla, el cuello u otras partes de la cabeza. No se sabe a ciencia cierta cuáles son las causas que la generan. La duración de las crisis oscila entre 15 y 180 minutos pero, por contra, pueden presentarse varias veces a lo largo del día (con frecuencia con un horario fijo). La cefalea en racimos aparece bruscamente a una edad que fluctúa entre la adolescencia y la juventud y, a menudo, desaparece del mismo modo cuando el paciente alcanza alrededor de 70 años. Por el gran padecimiento que uno posee, la CR también es llamada “cefalea del suicidio”. Los enfermos son tratados habitualmente con analgésicos u otros fármacos destinados a la migraña común, enfermedad con la que no tiene mucha relación, razón por la cual los procedimientos tienen poco efecto.Leí sobre el tema por una media hora, ininterrumpidamente. Quedé absorto, petrificado, por un momento sin respiro. Edgar me estuvo hablando desde que mencionó el mal. Le pedí disculpas por la ausencia y a la vez le agradecí por haber resuelto el enigma de mi vida. “Serás un gran doctor”. “Gracias, maestro”, respondió. El momento habrá sido comprensivo, pues, al cabo de unos minutos y con la gentileza que posee mi buen amigo, procedió a retirarse. “Hasta mañana, profe”. “Hasta pronto, doctor”. Cerré todo, apagué la computadora y quedé mirando el botón verde intermitente del encendido. ¡Qué podía pensar! ¡Logré lo que quería! ¡Alcancé mi objetivo! Esa noche fue larga como un lamento. No diferenciaba si llovía dentro o fuera de mi hogar. Todo era extraño, paradójico, desconcertante. Después de un rato, reflexionaba con más calma. Tenía que resurgir. No desfallecer antes de comenzar la batalla. Necesitaba alejar este mal, ir sacándolo paulatinamente de mí, menguar por lo menos un poco esta maldición que me acompañará por muchos años. Es por ello que escribo esto, es por ello que lo plasmo como terapia: sepan, hermanos, lo que hasta hoy llevo conmigo.