Para mí Santiago de Surco despierta los sábados a las 8am. ¿Dónde queda eso de Recuerda el día del sábado para santificarlo. Seis días trabajarás, pero el día séptimo es día de descanso para Yahvé, tu Dios? Porque si hasta Dios descansó, ¿por qué yo no? Y por esto último recordarán, tal vez, que el amor, siendo humano tiene algo de divino, amar no es un delito porque hasta Dios amó. ¡Dos más y nos vamos! Perdón, eso es otro asunto.
En menos de quince minutos: vestimenta, desayuno, cuaderno y lapicero. El “chau, mamá” viene pronto, así como el saludo de mano con el padre. Maúlla mi gato, también me despido de él. Golpe de puerta, a paso ligero, detención en el paradero, minutos de espera. Bendita combi, ven rápida. ¡Cómo no hay Metro por aquí! Pero, al final de la calzada, un punto rojo, enano, achatado, con la cabeza de un individuo por la ventana, ¡sí!, viene la conocida Chamita. Comienza el tránsito por la ciudad, de Santiago de Surco a Jesús María. Pobre de mí.
La avenida Caminos del Inca pasa rápida. El datero en la intersección con Benavides anuncia los minutos que nos llevan Tío Pacori, el Charapa y la Vieja. Ingreso por la avenida con apellido de presidente. Recorrido por esta: quince minutos. Constante en la misma: agujeros en las calzadas que la municipalidad y los policías “desconocen mayormente”. La combi avanza rauda tratando de alcanzar al Tío. El cobrador pide pasaje, mi ojo salta de mi cara y cae en su mano para llevárselo al bolsillo. Observo las casas que pronto desaparecen y pienso en qué aprovecho el tiempo mientras me fosilizo en el asiento. Tengo dos alternativas previamente planificadas: leo o duermo. Si es la primera, voy cultivando mi cerebro; si fuese la segunda, almaceno fuerzas para una siguiente actividad. Elijo esta vez la primera mientras ya voy ingresando al siempre nice Miraflores. Detención en una esquina, la señora y el niño vendiendo caramelos “Subsistencia”. La pobreza me mira, me quedo estupefacto. Sin tiempo de reacción, el carro avanza. ¡Quién será el que se levante de Palacio de Gobierno para ya no dar pescado, sino enseñar a pescar! Aunque ahora, por la forma en que vamos, se debe enseñar a fabricar la caña e ingeniárselas por la carnada. Seguimos la ruta, alcanzamos al Tío, lo pasamos no sin que antes mi chofer lo despida: “¡Quédate nomás, cachudo!” Son las ocho y media. Nunca te invoqué, Santiago apóstol, pero haz que este carro vuele. Nueva detención. Una señora desea subir y no puede por sí misma. El cobrador y su secundaria interrumpida no la ayudan ni solicitan el asiento reservado. Extiendo mi mano, “gracias, hijito”. Nuevamente avanzamos. Carteles politiqueros atentan contra mi retina. El libro, bien gracias. No creo que Vargas Llosa se moleste, comprenderá las situaciones ocurridas. Empiezo a leer. Los cuadernos de don Rigoberto me enseñan diatribas. Ingreso a San Isidro. Nunca te he visto, pero tú también, santo residencial, haz que mi carro vuele, únete a tu colega Santiago, anda, di que sí. Nueva detención. Ocho con cuarenta y cinco más un ligero sudor en mis manos. Si el chofer quisiera, iríamos más rápido. Si yo quisiera, me despertaría más temprano. Si la comunidad quisiera, el distrito sería mejor. Si la sociedad quisiera, no estaría viendo el residuo en la calzada, el robo en la esquina, al conductor pasarse la luz roja, al policía coimeando, a todos andando, ¡a nadie en letargo! ¡Si el Perú quisiera, seríamos potencia en Sudamérica! ¡Si el Perú quisiera, tendríamos un sueldo básico digno! ¡Mejoraría la vivienda, la educación, la salud! ¡Si todos quisiéramos! ¡Sí! ¡Si todos quisiéramos! Pero, por ahora, solamente deseo llegar temprano. Ocho y cincuenta. General Salaverry, no distraiga al chofer con su bosque de banderitas, por favor. Jesús, María, José, ¡hagan que vuele este carro! Cierro al Sartrecillo Valiente, me tenso porque calculo que llegaré tarde; sin embargo, como destinado por la Divina Providencia, el conductor recuerda su peruanidad y acelera sin temor a multas. Ocho y cincuenta y cinco, ¡se avecina Gregorio Escobedo! Aparecen las señoras diet con las compras en Metro, unos japoneses se dirigen a su Centro Cultural, pocos docentes caminan hacia la Derrama Magisterial, Río de Janeiro se convierte en mi paradero más anhelado (solo por hoy). Me queda un minuto para llegar con dignidad. Corro cual desaforado, cruzo ambas pistas y esquivo al soñoliento. Un dribling a la piedra, salto el sardinel, ¡ole! al samoyedo. Llego a la puerta, abre el guardián, devoro los pasillos, subo las escaleras. Mi corazón dos pasos adelante, mi prisa abre la puerta, la vergüenza mira el salón y… no hay nadie. ¿No hay nadie? ¡No hay nadie! Soy el primero que llega y se acomoda en medio del aula. Dejo mi mochila a un lado y me miento al pensar en descansar. Paulatinamente, arriban mis compañeros. Se genera la bulla y los intercambios de palabras. Es un nuevo día en el Taller de Redacción Periodística. Ingresa el profesor (primera vez que lo veo), ¿qué propondrá? No lo sé. Callo entusiasmado. Así es un sábado en mi rutina de estudiante. Y por hoy, sólo espero que la clase sea intensa como fue mi aventura para asistir, como mi petición para volar, como en mi cama la lid. Sólo ansío que la sesión sea una oportunidad para crecer, una causa para soñar y una actividad de la que nunca me pueda arrepentir. Así lo deseo y así lo espero.


