Había narrado que el señor nos permitió cerrar la encomienda sin que tuviera una revisión más detallada. Pues, bien, luego del desagradable momento, nos dijo que pasáramos a la ventanilla del costado y pagáramos conforme al peso del paquete (unos dieciséis soles). Carla y yo nos dirigimos hacia el lugar.
Eran las dos de la tarde de ese ya descolorido sábado y, en el mostrador, una señora nos trató gentilmente: “Estoy por cerrar el sistema, ¿ahora?” ¿A qué se refiere con “ahora”?, me dije. “Esperen un momento, veré si los puedo atender”, profirió sin ningún interés en hacerlo y se fue quién sabe a dónde. Nosotros nos quedamos cuales torres contemplando el agradable paisaje: el vidrio polarizado de la ventanilla. Transcurrían los minutos y la señora no retornaba. En un momento pensé que me hallaba en medio de un sueño perverso de alguno de mis enemigos. Sin embargo, regresé a la realidad cuando, el empleado que nos había atendido, dijo que al otro lado del muro –el cual divide la filial– también se podía pagar. “Gracias por la consideración”, expresé sonriendo cínicamente.
En el lugar referido, una señora terminaba por atender a una cliente. Llegamos y nos pidió la encomienda. “Son dieciséis soles”, indicó. Cuando Carla sacó su cartera para efectuar el pago, escuchamos una melodiosa objeción: “Ah, no, esto irá mediante ‘servicio expreso’. En esta ventanilla no cobro esa modalidad”. ¡Y qué quiere que haga!, pensé irascible. De pronto, giró y caminó hacia su jefa (era la misma de la empleada anterior) mientras le hablaba: “Alicia, este paquete es ‘expreso’, ¿por qué Chelita no los ha atendido?” Se escuchó la voz de la encargada: “Chelita, ¿dónde estás?” La mencionada Chelita era quien nos había dejado al otro lado como postes. La jefa se expresó nuevamente: “Aidita, atiéndelos tú, por favor”. Esta respondió que su computadora no tenía listo el sistema para efectuar ese trámite y debía reiniciarla para obtenerlo, pero “ya son más de las dos, Alicia”.
La s
eñora volvió con el paquete y nos escudriñaba con el ceño fruncido. Mientras tanto, detrás de nosotros se había formado una cola. Un señor observaba mortificado todo el espectáculo. Por momentos, me miraba como quien se solidariza conmigo. Detrás de él estaba una extranjera que por momentos caminaba de un lugar a otro leyendo los viejos anuncios pegados en las paredes. En mi mente surgía la idea de que la foránea divagaba para que no viera nuestros rostros de vergüenza ajena, originado, por supuesto, por la negligencia de los empleados peruvianos.
“Tendrán que esperar a que reinicie el sistema”, nos dijo la señora Aida. “Ni modo”, contestó Carla lanzándole tal mirada que, si no fuera por el grosor del vidrio, habría sido fulminada. Eran las dos y quince cuando, de manera repentina, Chelita fue hacia el lugar de Aida y le dijo –para indignación de todos los presentes–: “No te preocupes, yo los atenderé”. La señora ya no reinició la computadora, le entregó el paquete y se marchó para disfrutar su hora de salida. Chelita nos pidió que pasáramos a la ventanilla subsiguiente no sin manifestarse de forma brillante: “¿Por qué no me esperaron? Yo los iba a atender”. Ante esto, giré tratando de apaciguar el furor y me topé con la mirada del señor, quien también irritado, esputó una frase llena de mucha verdad y acorde para la ocasión: ¡Por eso el Perú no crece!
La señora terminó de atendernos a las dos y treinta. Al dejar el mostrador, tenía ganas de reclamar a un superior, pero no lo hice. Para mí también era tarde. Carla y yo abandonamos el lugar. Posteriormente, ya un poco más calmado, reflexioné sobre lo que había sucedido: el Perú no crece por comportamientos como los de esos empleados, pero menos aún por la actitud que tuve. El Perú no cambia porque uno es permisivo ante la irresponsabilidad y la desidia y no denuncia un mal acto para que otro usuario no resulte perjudicado.
Debí haber reclamado.
Ya en el bus, camino a Surco, Carla me preguntó por qué me encontraba con rostro pensativo. Durante el trayecto le expliqué la lección que había aprendido esa tarde y que, con total seguridad, nunca olvidaré.
Eran las dos de la tarde de ese ya descolorido sábado y, en el mostrador, una señora nos trató gentilmente: “Estoy por cerrar el sistema, ¿ahora?” ¿A qué se refiere con “ahora”?, me dije. “Esperen un momento, veré si los puedo atender”, profirió sin ningún interés en hacerlo y se fue quién sabe a dónde. Nosotros nos quedamos cuales torres contemplando el agradable paisaje: el vidrio polarizado de la ventanilla. Transcurrían los minutos y la señora no retornaba. En un momento pensé que me hallaba en medio de un sueño perverso de alguno de mis enemigos. Sin embargo, regresé a la realidad cuando, el empleado que nos había atendido, dijo que al otro lado del muro –el cual divide la filial– también se podía pagar. “Gracias por la consideración”, expresé sonriendo cínicamente.
En el lugar referido, una señora terminaba por atender a una cliente. Llegamos y nos pidió la encomienda. “Son dieciséis soles”, indicó. Cuando Carla sacó su cartera para efectuar el pago, escuchamos una melodiosa objeción: “Ah, no, esto irá mediante ‘servicio expreso’. En esta ventanilla no cobro esa modalidad”. ¡Y qué quiere que haga!, pensé irascible. De pronto, giró y caminó hacia su jefa (era la misma de la empleada anterior) mientras le hablaba: “Alicia, este paquete es ‘expreso’, ¿por qué Chelita no los ha atendido?” Se escuchó la voz de la encargada: “Chelita, ¿dónde estás?” La mencionada Chelita era quien nos había dejado al otro lado como postes. La jefa se expresó nuevamente: “Aidita, atiéndelos tú, por favor”. Esta respondió que su computadora no tenía listo el sistema para efectuar ese trámite y debía reiniciarla para obtenerlo, pero “ya son más de las dos, Alicia”.
La s
eñora volvió con el paquete y nos escudriñaba con el ceño fruncido. Mientras tanto, detrás de nosotros se había formado una cola. Un señor observaba mortificado todo el espectáculo. Por momentos, me miraba como quien se solidariza conmigo. Detrás de él estaba una extranjera que por momentos caminaba de un lugar a otro leyendo los viejos anuncios pegados en las paredes. En mi mente surgía la idea de que la foránea divagaba para que no viera nuestros rostros de vergüenza ajena, originado, por supuesto, por la negligencia de los empleados peruvianos.
“Tendrán que esperar a que reinicie el sistema”, nos dijo la señora Aida. “Ni modo”, contestó Carla lanzándole tal mirada que, si no fuera por el grosor del vidrio, habría sido fulminada. Eran las dos y quince cuando, de manera repentina, Chelita fue hacia el lugar de Aida y le dijo –para indignación de todos los presentes–: “No te preocupes, yo los atenderé”. La señora ya no reinició la computadora, le entregó el paquete y se marchó para disfrutar su hora de salida. Chelita nos pidió que pasáramos a la ventanilla subsiguiente no sin manifestarse de forma brillante: “¿Por qué no me esperaron? Yo los iba a atender”. Ante esto, giré tratando de apaciguar el furor y me topé con la mirada del señor, quien también irritado, esputó una frase llena de mucha verdad y acorde para la ocasión: ¡Por eso el Perú no crece!
La señora terminó de atendernos a las dos y treinta. Al dejar el mostrador, tenía ganas de reclamar a un superior, pero no lo hice. Para mí también era tarde. Carla y yo abandonamos el lugar. Posteriormente, ya un poco más calmado, reflexioné sobre lo que había sucedido: el Perú no crece por comportamientos como los de esos empleados, pero menos aún por la actitud que tuve. El Perú no cambia porque uno es permisivo ante la irresponsabilidad y la desidia y no denuncia un mal acto para que otro usuario no resulte perjudicado.
Debí haber reclamado.
Ya en el bus, camino a Surco, Carla me preguntó por qué me encontraba con rostro pensativo. Durante el trayecto le expliqué la lección que había aprendido esa tarde y que, con total seguridad, nunca olvidaré.